Texto leído por Micharvegas en la presentación del libro de Luis Luchi,
“ Gracias, Gutemberg!”, en el auditorio de la Asociación Española de Derechos Humanos, Madrid, mayo de 1980 )
LUIS LUCHI:
Triunfo de la antiretórica, victoria del antihéroeCada uno tiene sus formas de arreglárselas con el azar. Dicen – Napoleón dixit – que sólo el cálculo podría vencerlo. Nosotros o una generación de argentinos como nosotros, lo que intentábamos vencer no era precisamente al azar, sino al cálculo. Siendo poeta, escritor de versos, la responsabilidad era por por partida doble.
Como hombres que querían encontrar un sentido no ya individualístico para sus viditas, nos vimos en la obligación de probar con cualquier cosa que estuviera medianamente regulada. Lo que se denomina la poesía, era un campo propicio. Terrenitos jamás ni totalmente explorados ni explotados siquiera, terrenitos de nadie ( y no tierras de nadie , ya que desde siempre y por las peculiaridades de aquellos territorios, nos estuvo vedado poner los pies sobre esas extensiones latifundistas ) y donde uno, con tenacidad y trabajo, podía levantar su ranchito de palabras.
Las muchachas y muchachos de los ’60 ( claro que también tiene que ver con la línea de colectivos que hacían la ruta Constitución – Tigre Hotel! ), nos considerábamos mucho mas alienados que los
correspondientes humanos de generaciones precedentes. No era algo cuantitativo, no era sólo estar mas rayados que algunos de los que nos antecedieron. Era la nuestra una ponderación cualitativa,
un fenómeno extrañamente solitario, de mejor tela. Era una soledad superpoblada de acontecimientos vitales y desastre mortíferos: biográficos, históricos, sociales. Recuerden: Revolución Cubana, CONINTES, nevada de votos en blanco. El Onganiato. El Che en Bolivia, los provincianazos. Como se ve no había mucho lugar para el azar. La tarea era contra el cálculo.
La poesía, el poema, la poética ( formas discursivas que en el mejor de los casos se realizan cuando encuentran orejas y corazones que las oigan y abriguen ), era uno de aquellos potreros baldíos de nadie. Quien más, quien menos, traía un despiste mas grande que el de un turco en la neblina. Y si hoy yo historiso, a grandes rasgos, mi relación con el poeta Luchi, no estoy dándole cuerda a habladurías sobre relaciones interpersonales, sino que significo una manera de ser de muchos inquietos en aquella búsqueda del terrenito propio en la poesía que va del ’60 hasta los funestos ’76.
1958. Estudiantes del Centro de Medicina de Buenos Aires organizan una lectura de poemas. Eran muchachos de los barrios cercanos a la Facultad y otros, como yo, venido de los suburbios ( recuerden que hasta 1955 no había filtro selectivo y aristocratizante que impidieran que los hijos de los trabajadores ingresaran a la Universidad ). La memoria no me falla: “El evento fue todo un éxito!”, como comentaría un viejo amigo cuentista de un boliche de la Avenida Corrientes: Luchi figuraba entre los poetas que aquello jóvenes habían seleccionado para participar. Su personalidad era ya un secreto a voces: un tipo extraordinario que publica su primer libro ya casi con 40 abriles. Un personaje áspero y ácido como un vino berreta, un pelirrojo con voz de ginebra desastrosa, entonces vendedor callejero de libros que pateaba la ciudad de costa a costa,
buen amigo con un gran maletín muy sobado, mejor hermano en las mesas quemadas por puchos del bar “El estaño”, hombre convocante, reunidor y dulce y profundo como una puñalada en duelo.
Su poesía era de una compleja sencillez. Nombraba cosas y situaciones que conocíamos todos pero que, dichas por él – en eso residía su inigualable gracia -, se convertían en elementos universales. Y estoy hablando de un pan, de un afecto, de una mujer que estaba despidiéndose siempre, de un desasosiego, de un río francés.
Como no podía ser de otra forma, Luchi agrupado con una basca de amigos, tenían su propia editorial autogestionaria, “El matadero”, desde la cual, cuando los bolsillos podían porque las ganas no faltaban nunca, publicaban sus sueños. La poesía de Luchi ya andaba de boca en boca. Los ejemplares editados eran pocos y se esfumaban enseguida. Toda esta actitud era claramente una opción. Ya vendría el tiempo de la multiplicación de los panes,
mientras nos íbamos bebiendo toda el agua transformada en vino.
Todos ustedes saben que conocer a un hombre no quiere decir haberlo visto, haberse empedado juntos o haber mirado juntos adentro del pan abierto para ver si la feta era de justicia social.
Fuimos conociendo a Luchi a través de sus poemas. Es decir: de su manera de estar y ver el mundo. Su poesía es coloquial, charlada, extraída de lo oído, de lo hablado con otros o de lo dicho para sí mismo en esas largas caminatas citadinas y enciclopédicas. Pero lo bueno en Luchi era que también escribía vergüenzas que otros sepultaban, cosas dañinas y dañosas que se sorprendía poseer. Y no era autocompasivo ( ya que serlo en aquellos años era tan espantoso como ser estalinista! ) No lamía sus llagas en público como para que la barra de amigos viniera y le quitara la piedra de la mano o le recetara Cicatul para sus quemaduras. Según le diera la loca, también podía descolocarnos haciéndose el necio, el recio, el feroz. Estuvimos con él en días de auténtica ira, puteando contra viento y marea por tanto oportunismo, tanto tipo de carne convencional que se creía de bronce. Luchi era algo como el Superyó – la conciencia sobrexigente – de un submundo abismado.
Quienes les fuimos tratando, tuvimos que acostumbrarnos, sin solemnidad, a tomar la vida rigurosamente en serio. Y así el amor y las mujeres, la fraternidad y la calle, la locura, la miseria y la muerte, la velocidad del éxito y la empecinada satisfacción de andar lento a contrapelo, debieron ser tomadas como cuestiones estrictamente
serias. De Luchi aprendimos que el prestigio, esa maldición de ser “un artista conocido” en esta sociedad sostenida por millones de desgracias anónimas, era algo que, sistemáticamente, habríamos de expulsar de nuestros terrenitos. Muchos se consideraban poetas – apuntaba – porque no terminan de rellenar el renglón.
Para hacer poesía no se precisaban más que un lápiz y un papel.
Y no eran puntos programáticos. Un afirmar: “ así hay que hacer!”
No era el dogmatismo al revés de un libertario. Luchi nos mostraba que hombres y mujeres estábamos hechos de contradicciones. Quie todos nuestros días no eran otra cosa que una inmensa contradicción. Y que había sepultureros de esas contradicciones que, ya puestos a palear, sepultaban de paso cañazo nuestros días.
En él la seriedad no era la falta de alegría. Ni el rigor una circunspección. Antes bien, seriedad y rigor eran reclamar por la falta de alegría, de dignidad humana, de igualdad de oportunidades, de hambres carencias que ningún grito de rabia podría nutrir.
Habiendo tantos hombres alrededor con tan pesadas cargas, el futuro ( soñado, exaltado, reconvenido ) era una furibunda tarea del presente. No sé cuántos millones de desposeídos y marginados atraviesan por sus versos. Pero con un dedo mocho nos señaló:
Todo lo que se nos acerca, si estamos atentos con los ojos abiertos, cabe en nuestros poemas.
Luchi es uno de esos tipos que tienen sueños que no les dejan dormir. Y estaban, sí, cómo no! Las fórmulas de la cataplasma oficial, gilitos autores de confesiones publicables en suplementos literarios de grandes tiradas. O el recurso del hermetismo: colmillos retorcidos, la escritura entrelíneas, el contrabando codificado que una élite de padecedores devoraban como Genioles. Lo hablábamos ayer, en el asado criollo que siguió como fiesta al 1º de mayo: Vos, Luisito, viviste, vivís y vivirás con los ojos abiertos.
Sí, por ser hombre de lo más dilecto de nuestro pueblo, a él – y a otros como él -, no le estará permitido el juego o el refugio o la derrota de la ceguera. Poetas como éste no pueden cerrar los ojos ante tanta iniquidad actual, tanto estropicio deliberado, tanta estulticia masacradora. Luchi sabe que se puede esperar todo de aquellos que jamás tuvieron nada. De allí su amor por los que sufren y su no-adhesión abstracta al puro dolor.
En su poesía, cada palabra, a veces deliberadamente trastocada en su grafía, en su sintaxis, violada en su sacro valor semántico, no es otra cosa que el acto de una afirmación. Seguirlo en la lectura y en la comprensión polivalente de su poética, significará aceptar esa violencia constante de nuestras existencias absurdizadas.
La famosa lucidez – tan prístina en otros, tan mot just, palabra justa,
pulcra, abrillantada o tan concepto diamantino, acicalado, pretensioso –, en Luchi la encontraremos como una presencia tambaleante, un haz de luz que marcha a tropezones, como idas y vueltas de un ser confuso. Reconocer esto es dar credibilidad y existencia a una poética del humano trastocado, sustraído, forzado y extrañado de sí mismo.
Hace mucho que nos habla. Y, para nuestra fortuna, por mucho tiempo nos seguirá hablando. Eligió el verso. Su sentimiento del mundo encontró allí la herramienta más efectiva de darse a conocer. Y si no acentúa, si pareciera que no corrige, si lo que propone no aguarda conseguir toda la razón, si juega con todos los agujeros de la perforada, acribillada esperanza argentina, lo hace para hacernos sentir imperfectos, posibles, futuros y, a la vez, los más próximos a una manera de ser que no necesitará de tanteos, ni de ojos cegados o bastones blancos para enfrentar la atroz realidad laberíntica que, como argentinos, nos toca transformar.
Martín Micharvegas
2 de mayo de 1980
Madrid